domingo, 13 de enero de 2013

Jazz: cierre del festival porteño 2011

El festival de los mil milagros

Diario La Nación, Suplemento Espectáculos, 9 de noviembre de 2011

"También para esto es un festival de jazz", repetía un eufórico Adrián Iaies, su director artístico, ante un grupo de periodistas, el domingo pasado, en el hall del teatro Coliseo, minutos antes del cierre de este acontecimiento cultural que logró que, en seis días, 70.000 personas disfrutaran de 70 conciertos a cargo de 200 músicos locales y 40 internacionales en siete salas distintas.
"También para esto es un festival de jazz", decía Iaies como corolario de una anécdota reveladora del momento actual del jazz nacional: el legendario trompetista norteamericano Charles Tolliver quedó tan entusiasmado con el talento de su joven colega argentino Mariano Loiácono que quiso reunirse dos veces con él y le terminó ofreciendo todo lo necesario para que vaya a tocar a los Estados Unidos.
Un festival de jazz como el de Buenos Aires, que ya llegó a su cuarta edición, sirve para estos intercambios y estos cruces entre artistas de distintas partes del mundo, arriba y abajo del escenario, pero, sobre todo, sirve para que el público, ávido, curioso, entusiasta, agradecido, aproveche para hacer una recorrida por gran parte de lo mejor del género en nuestro país y para conocer a artistas internacionales que probablemente ningún productor local se animaría a traer.
Para esto sirve un festival como éste, que se había inaugurado con un soberbio concierto del pianista Kenny Werner y se cerró con otro excelente programa, en el que la apasionante propuesta del guitarrista franco-vietnamita Nguyên Lê pareció el contrapeso ideal para la impronta vanguardista de la percusionista danesa Marilyn Mazur.
En el medio, Tolliver con la Manuel de Falla Big Band, Arild Andersen, Ernesto Jodos, la big band Inmigrantes, Paula Shocrón, Juan Cruz de Urquiza y su visión del mundo de Charly García, Francisco Lo Vuolo, Guadalupe Raventos, el Ensamble Real Book Argentina y la dupla Gustavo Bergalli-Jorge Navarro, por mencionar sólo algunas de las mejores propuestas.
Pero hubo mucho más, como por ejemplo el concierto que brindó el sábado pasado el trompetista italiano Paolo Fresu, y que mostró cómo ser innovador, enérgico y descontracturado en escena y no perder sustancia jazzera en el intento.
A Fresu, una de las jóvenes maravillas del inagotable semillero musical de la península, le gusta utilizar los filtros electrónicos para crear climas y cambiarle el sonido a la trompeta, con mucho del espíritu del último Miles Davis, aunque a veces pareció abusar de esos chiches y salió indemne gracias a su buen gusto y a su enorme talento.
Esa suerte de revival de jazz rock que propone en algunas canciones, o, en general, de jazz electrificado que le debe mucho al funk, salió ganando gracias a esa sociedad virtuosa con el guitarrista Bebo Ferra, el contrabajista Paolino Dalla Porta y, sobre todo, el baterista Stefano Bagnoli, una estrella de los parches.
Apenas un día después llegó el inmejorable final del festival, con un concierto memorable en el que Nguyên Lê y su proyecto Saiyuki conquistó los oídos y los corazones de los afortunados que llenaron el Coliseo. El guitarrista, una versión jazzera y asiática de Jimi Hendrix (no por nada uno de sus trabajos más conocidos gira en torno del creador de "Purple Haze"), comanda un trío que le debe mucho al Shakti de John McLaughlin, pero que va mucho más allá. Sus punteos, que parecen estiletes conectados a 220 watts, son apenas una parte de ese fascinante fresco multiétnico que incluye el magnetismo de la japonesa Mieko Miyazaki, ejecutante del koto, una suerte de arpa horizontal, y el caleidoscopio rítmico del indio Prabhu Edouard, en tabla y percusión (y convertido en un maestro de ceremonias, gracioso y que, en un español muy aceptable, instaba a la gente a cantar y participar).
Suena como nada de lo conocido, como aquello que uno debe escuchar si quiere ser conmovido y movilizado por tres artistas que dejaron a todos en estado de éxtasis. Por eso fue extraño que el programa lo cerrara, o enfriara, Mazur (quizá debería haber sido al revés), una percusionista brillante, pero cuya música racional, intrincada, apoyada en los climas, con guiños que remiten al jazz rock experimental de los años 70, merecía no ser comparada con esos tres mundos unidos por la cuerda sensible de Nguyên Lê.
Pero también para este tipo de cosas, por suerte, sirve un festival indispensable como éste.

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